Como cuando les gritó “¡hijos de puta! ¡hijos de puta!” a los hinchas italianos en el Estadio Olímpico de Roma porque le chiflaban el himno, como haría dos años después en la cancha de Vélez mientras se le iba al humo a Javier Castrilli y le gritaba “maestro, ¿pero usted qué está, muerto?”, como había hecho en el estudio de Ritmo de la Noche para convertirse en el protagonista de la presentación de Ricky Maravilla a puro caderazo, el 25 de junio de 1994 Diego Armando Maradona infló el pecho y caminó como si ese tórax pudiera ensancharse lo necesario para que no se notara tanto su escaso metro sesenta y cinco de altura. Como si en ese pecho pudiera hacer entrar a un país.
Así, con el pecho -y con la diez en el pecho- anunciando su propio paso, Maradona llevó de la mano a Sue Ellen Carpenter, la enfermera que debía llevarlo a él a que le tomaran la muestra de orina para el control antidoping para el que había sido seleccionado junto a otro jugador del plantel que dirigía Alfio “Coco” Basile en el Mundial de Estados Unidos: el defensor central Sergio Vázquez.
Hizo tres cosas Maradona mientras llevaba a Carpenter a que lo llevara al cuarto preparado para que hiciera pis y para que cambiara su destino y el de la historia del fútbol argentino. Le dijo a Claudia Villafañe, su esposa en ese momento, “¿sabés cómo la vacuno a esta? ahora me voy con ella”. Le dijo a Adrián Paenza, que cubría el campo de juego para Canal 13, que estaba contento por cómo había jugado en ese partido que Argentina había empezado perdiendo ante Nigeria, y que había dado vuelta con dos goles de Caniggia. Así lo dijo: “Me sentí muy bien dentro de la cancha porque me sentí importante. El equipo necesitaba que yo tenga la pelota y así lo hice”. Levantó el pulgar mirando a cámara, nos dijo a los argentinos que nos quería mucho y le dijo a Doña Tota, esa mamá que no comía para que él y sus hermanitos sí, que a ella también.
Lo tercero que hizo Maradona mientras llevaba a Sue Ellen Carpenter de la mano fue tirar un beso y sonreír hasta desaparecer de la vista de las 50.000 personas que lo habían visto ganar en el estadio Foxboro de Boston. Tiró el beso y sonrió con esa cara que lo convirtió en uno de los seres humanos más fotogénicos del siglo XX, y desapareció de la vista de esas 50.000 personas. Las últimas 50.000 personas que verían a Maradona con la camiseta de la Selección argentina.
¿La CIA, la FIFA o el minuto de fama?
Sue Ellen Carpenter había roto el protocolo previsto para las tomas de las muestras de los controles antidoping. Nunca antes -y nunca después- una enfermera había traspasado la línea de cal para encontrarse dentro del campo de juego con el jugador al que tenía que escoltar hasta la toma de las muestras. Pero las reglas generales no aplicaban a Maradona, y ese 25 de junio no fue la excepción.
Apenas dos días después, cuando empezaron a crecer primero los rumores y después las certezas de que el control antidoping de Maradona había dado positivo por la presencia de efedrina y algunos derivados de esa sustancia, la enfermera se convirtió en una enemiga pública del argentino promedio. De Sue Ellen Carpenter, esa mujer con un aire a Steffi Graf y una identidad que permaneció dos años después de aquel día en estado de confusión, se dijo de todo: que era una “viuda blanca”, que estaba infiltrada por la CIA para retirar a Maradona de la Selección y que por eso había tenido permiso para entrar a la cancha, que era parte de una conspiración estadounidense para cobrarle a Maradona su simpatía por Fidel Castro, Cuba y el “Che” Guevara. Aunque Maradona, como figura excluyente de ese Mundial, le hubiera servido a Estados Unidos para popularizar el fútbol en una tierra que le era esquiva.
Nadie dijo, en ese momento, que Carpenter entró al campo de juego incentivada por Roberto Peidró, el segundo médico del plantel de Basile. Y que Peidró la había incentivado después de que ella le contara que tenía un novio argentino, que entendía castellano, que quería conocer nuestro país. El médico la instó a pisar el césped “para salir en las revistas y en los diarios” porque eso pasaba con cualquier satélite que orbitara a Maradona.
En efecto, Carpenter salió en los diarios y en las revistas, y cualquier argentino con un vínculo más o menos estable con los Mundiales que tenga treinta y cinco años o más puede cerrar los ojos y acordarse de su ropa blanca, su cruz verde, su pelo rubio, nuestra ilusión destrozada.
Durante años, hasta que el propio Diego la sobreseyó de hecho de la trama que terminó con la AFA desafectándolo del plantel mundialista y la FIFA suspendiéndolo durante quince meses, Sue Ellen Carpenter fue nuestra Yoko Ono vernácula. Separó a Maradona de la Selección. Separó a un plantel que se sabía en condiciones de ganar el Mundial de ese objetivo. Separó a los argentinos que ya habían visto a Diego campeón en México de la posibilidad de celebrar su bicampeonato. Y separó a los argentinos que, por su edad, no habían visto el Mundial 86 o no lo recordaban de la ilusión de ya no depender de que otros les contaran cómo era eso de ser los mejores del mundo.
En la enfermera, que por ese entonces ya se dedicaba a las técnicas de fertilización y que ahora, como médica, dirige su propia clínica especializada en Atlanta, encarnaban todos los actores que habían sellado el pacto para que a Maradona se le borrara la sonrisa con la que se había ido del Foxboro.
“Sudar para todos los argentinos”
“Vamos a sudar para todos los argentinos”, decía Maradona, mirando a cámara, unos meses antes de darle la mano a Sue Ellen Carpenter. Escurría la remera de entrenamiento que Adidas le había diseñado a la Selección, y mostraba su transpiración en tiempo real. El que le estiraba el micrófono para que les hablara a todos los argentinos era, una vez más, Adrián Paenza.
Diego se preparaba para jugar su cuarto Mundial en La Pampa. Volvía de una suspensión por consumo de cocaína que había recaído sobre él en 1991, mientras jugaba en el Nápoli. Volvía a la Selección después de dos cosas: que Basile no lo contemplara para su plantel porque su estado físico no era el necesario para competir; que Basile lo llamara urgido para jugar el repechaje contra Australia porque Argentina, que había ganado la Copa América en 1991 y de nuevo en 1993, no había logrado clasificarse al Mundial en las eliminatorias. Maradona jugó esos dos partidos, recuperó la diez y la cinta de capitán, y se puso a trabajar en su estado físico para llegar a la Copa del Mundo en las mejores condiciones que le fueran posibles.
De esos meses de preparación queda una imagen conmovedora en la llanura de La Pampa: Diego afeitándose al sol, con una navaja, como lo hacía su padre para aprovechar la luz natural en Villa Fiorito. De esa llanura son las imágenes de Maradona trotando y corriendo a toda velocidad, serruchando leña para ganar masa muscular, haciendo ejercicios de elongación al lado de Fernando Signorini, su histórico preparador físico.
Esa épica, la del héroe renaciendo en el corazón de su propia tierra, estaba a la altura de lo que estaba a punto de pasar. O de lo que todos deseábamos que pasara, que no siempre es lo mismo. Diego llegaba a un Mundial que suponía la posibilidad de revancha después de perder la final en Italia 90, la posibilidad de una redención después de la sanción que lo había tenido fuera de las canchas, la última oportunidad del mejor futbolista del planeta en una Copa del Mundo. ¿Qué chances teníamos los argentinos de que volviera a jugar con nuestros colores el mejor jugador de su tiempo, tal vez de todos los tiempos? (Spoiler: estadísticamente pocas, pero la suerte estaría de nuestro lado).
“Maradona pesaba 104 kilos cuando empezó a prepararse, y debutó contra Grecia en el primer partido del Mundial con 74,500, menos de lo que pesaba en México 86″, contaría años después el “Coco” Basile, puesto a ilustrar la preparación descomunal del Diez para su “last dance”.
En Estados Unidos, Maradona entrenaba tres veces por día para sostener todo el trabajo que llevaba hecho para mejorar su estado físico. Y acompañaba ese entrenamiento con un suplemento dietario llamado Ripped Fast. Según trascendió después, la efedrina y sus derivados, que fueron los que arrojaron el positivo en el doping, vinieron del suplemento dietario Ripped Fuel, que le habrían comprado por error a Diego. Daniel Cerrini, el personal trainer que acompañó a Diego en esa puesta a punto, no habría reparado en que ese cambio implicaba una fórmula que entre sus componentes tenía “ma huang”, y que eso implicaba efedrina, prohibida por la FIFA por por “su poder estimulante para los reflejos y la oxigenación”.
“Me entregaste”
El avión iba de Boston a Dallas para que Argentina llegara al destino donde debía jugar el último partido de la fase de grupos. Ya había goleado a Grecia, ya le había ganado a Nigeria y ahora era el turno de Bulgaria. Diego ya había salido de la cancha de la mano de Sue Ellen Carpenter, nos había tirado un beso por televisión, Argentina tenía puntaje perfecto.
El avión iba de Boston a Dallas pero hizo una parada técnica en Baltimore para cargar combustible. En esa parada fue que “Coco” Basile escuchó la frase que marcaba el principio del fin: “Hay un positivo”. No hubo tiempo para abrir ningún paraguas: cuando el avión aterrizó en su destino final, el aeropuerto estaba invadido por periodistas de todo el mundo. “Cuando vi eso supe que el positivo tenía que ser sí o sí de Diego. ‘Cagamos’, pensé”, diría años después el DT.
Julio Grondona, que en ese momento llevaba quince años como presidente de AFA y cuyo poder en FIFA no paraba de crecer, llamó a Basile y le confirmó que había un positivo. El técnico habló con Sergio Vázquez: si él era el positivo, quería saberlo enseguida. Lo instó a que hiciera memoria: “¿Te resfriaste? ¿Te inyectaste algo?”. Oscar Ruggeri, compañero de habitación de Vázquez, también le habló para que dijera la verdad y nada más que la verdad. El defensor les juró que no había tomado nada que pudiera arrojar un positivo. Todos los caminos conducían a Diego.
“No podía ser. Si no Diego estaría compungido”, contó Basile que pensó en ese momento. En el entrenamiento, el Diez se movía a la par de sus compañeros y todas las cámaras querían captar su imagen. Grondona le confirmó que efectivamente el positivo era de Maradona y que era por efedrina. La delegación argentina dio con un antecedente que, creían, podía ser un as bajo la manga: en México 86, el español Ramón Calderé había recibido sólo una fecha de suspensión luego de que el médico de la delegación asumiera que había suministrado una sustancia que contenía efedrina. Argentina, dijo Grondona en un principio, intentaría lo mismo.
Pero al otro día, el 30 de junio de 1994, hace exactamente treinta años, Grondona volvió a llamar a Basile. Después de una contraprueba que el cuerpo técnico denunciaría por su absoluta irregularidad por parte de la FIFA, el todopoderoso presidente de AFA le comunicó al técnico que Maradona estaba expulsado del Mundial, que esa había sido la negociación para que la Argentina se mantuviera en competencia y que Diego debía irse del hotel en el que concentraba la Selección.
“Me entregaste”, le iba a decir el Diez a Julio Humberto Grondona, que participó de la conferencia de prensa en la que FIFA anunció que el capitán argentino estaba fuera de competencia. Cabizbajo, sin hablar, el dirigente argentino estuvo sentado en la mesa junto a Joseph Blatter, entonces número dos de Joao Havelange, histórico líder de la FIFA. Maradona ya no iba a jugar nunca más con la camiseta de la Selección a la que había llevado a la gloria, y el mundo acababa de enterarse.
“Me cortaron las piernas”
Encorvado, cabizbajo, con el pecho metido para adentro, las medias de toalla que eran casi de uso reglamentario en los años noventa y la ropa gris jaspeado que la Selección usaba como uniforme cuando no entrenaba ni jugaba, Diego les habló de nuevo a Adrián Paenza, y a través suyo, a todos los argentinos que quisieran habitar el suelo maradoniano. Le brillaba la argolla dorada que colgaba de su oreja izquierda y le brillaban los ojos de llorar, aunque les había jurado a Claudia, a Dalma y a Giannina no derramar una lágrima delante de cámara.
Dijo: “Te juro por mis hijas que no me drogué (…) Me preparé muy bien para este Mundial, como nunca (…) Me dan por la cabeza en el momento donde uno tiene la posibilidad de resurgir. El día que me drogué yo fui y le dije a la jueza: ‘Sí, me drogué, ¿qué hay que pagar?’. Y lo pagué. Fueron dos años durísimos, de ir cuando me llamaba la jueza a hacerme la rinoscopía, a hacer el pis. Pero así no lo entiendo (…) Quizás por un descuido nuestro apareció la sustancia, pero no es todo lo que se está hablando, que me drogué para jugar”, le dijo Maradona al cronista de Canal Trece, en voz baja y con el desánimo tatuado en todo el cuerpo al mismo tiempo.
Como el que hablaba era Maradona, su desánimo no pudo con su eterno don de hábil declarante, y entonces resumió todo ese derrumbe, que parecía individual pero era colectivo, en una de esas frases que inscribió en la historia: “No quiero dramatizar pero creeme que me cortaron las piernas”. También dijo: “Creo que me sacaron del fútbol definitivamente. Tengo los brazos caídos, tengo el alma destrozada (…) Quiero que quede claro a los argentinos que no corrí por la droga, que corrí por el corazón y por la camiseta”.
Al otro día, el 1º de julio de 1994, las tapas de los diarios confirmaban la separación de Diego del plantel y convocaban a políticos, intelectuales y artistas a pronunciarse sobre el significado de la caída del ídolo. Publicaban la foto de Maradona cabizbajo y algunas de las frases que le había dicho a Paenza. Y publicaban el resultado del partido que la Selección había tenido que disputar ese mismo día: una derrota por 0-2 ante Bulgaria. Lo que le quedaba a la Argentina en ese Mundial al que llegaba de la mano de una especie de resurrección de su gran capitán era una derrota más, unos días después, ante Rumania: fue 3 a 2 y eliminación en los octavos de final.
Del doping positivo se dijo de todo. Que Havelange haría lo imposible para que Brasil fuera campeón (y, en efecto, Brasil fue campeón), que la DEA había impulsado ferozmente ese control tras ver el inolvidable festejo del gol que Maradona le hizo a Grecia en su primer partido del Mundial (una celebración demasiado efusiva y demasiado agresiva, habría observado la DEA), que la contraprueba fue efectivamente irregular, que Sue Ellen Carpenter era parte de un complot, que Estados Unidos usó a Diego para popularizar su Mundial y después lo descartó, que Grondona negoció su propia posición dentro de la FIFA a cambio de la cabeza de Maradona.
No fue el retiro definitivo de Diego: le quedaba una vuelta a Boca. Pero sí fue su retiro involuntario de la Selección, esa camiseta que lo había convertido en una estrella internacional y, sobre todo, en un ídolo nacional. No hubo revancha ni bicampeonato, y todos los argentinos que habían apostado un pleno a esa Selección y a su capitán perdieron. Pero dolió menos esa caída deportiva que el derrumbe del Diez. O dolió todo al mismo tiempo, pero con Diego en el centro del corazón.
Por eso lloramos delante del televisor ese 30 de junio de 1994, y los días que siguieron, y a medida que el tamaño de la conspiración parecía aumentar. Por eso a los ojos brillosos del Diez se sumaron los nuestros, y los de nuestros papás, nuestras abuelas, nuestros compañeritos de colegio y las maestras también. ¿Cómo iba a ser el fútbol, esa nafta de la estamos hechos los argentinos, si al mejor de todos le habían cortado las piernas? ¿Cómo íba a ser nuestra vida si el fútbol no estaba ahí para hacerla más linda?
Nunca nadie nos había hecho ilusionar tanto y, con absoluta lógica y porque Maradona fue un jugador absolutamente irrepetible, pensábamos que nunca nadie nos iba a ilusionar así de nuevo. Salvo que el fútbol, o este país, o las dos cosas al mismo tiempo, tuvieran otro Diez bajo la manga.