Por recomendación de los médicos Jorge Taiana y Pedro Cossio, el viernes 11 de enero de 1974, se realizó una reunión urgente del gabinete presidencial para tratar la salud del presidente Juan Domingo Perón. Para no preocupar al gran público, la reunión se llevó a cabo en el departamento del canciller Juan Alberto Vignes, en Avenida Santa Fe al 800, y se dijo que durante el almuerzo se tratarían temas sociales y que se hablaría de “cosas del país. Como contó Taiana en su libro “El último Perón” los médicos expusieron “sin tapujos ni ambigüedades”. Se dijo con absoluta crudeza que “el cuadro clínico del General y la gravedad experimentada en los últimos días” llevaban a “formular un pronóstico letal a mediano plazo”. Uno de los presentes pregunto si se estimaba un plazo para la crisis de salud y Cossio dijo que “Perón había sufrido a su regreso de su rápido viaje a Montevideo, Uruguay, realizado el lunes 19 de noviembre de 1973, una grave dolencia cardíaca cuyo desarrollo no podría prolongarse más allá de un lapso que incluía los siguientes siete u ocho meses…pero en el mejor de los casos el general no pasará de mediados de año.” Para agravar su situación, luego de su vuelta a Buenos Aires, Perón ese mediodía almorzó en un carrito de la Costanera.
Jorge Taiana puso en boca de López Rega palabras rocambolescas difíciles de creer, en especial cuando contó que “desde hacía un tiempo Perón ya no existía. Quería volver a casa, era un regreso como el de los fantasmas o los faraones. Quería volver a su casa, a su pirámide, a su tumba. La quinta de Puerta de Hierro era su tumba. Allí quería estar con su mujer, sus perros, sus cosas”. Luego de escuchar a los médicos, todos los presentes se mostraron sorprendidos, anonadados y temerosos por lo que pudiera venir.
No asistió al encuentro ningún militar pero algunos ya percibían que la doliente salud presidencial conducía a una grave crisis. Los montoneros también conocían el cuadro clínico de Perón porque, de una u otra manera, se los contaba el doctor Jorge Taiana: “Che, Fernando, lo del Viejo es grave sin joda. Hace un rato, Taiana nos pasó el dato cierto, la cosa no tiene vuelta atrás. El Brujo la hizo volver de raje a Isabel de Europa”, fue el diálogo entre dos dirigentes de Montoneros, enterados del cuadro clínico del Presidente de la Nación, según escribieron Eduardo Anguita y Martín Caparrós en La Voluntad. ¿Y el secreto profesional dónde había quedado?
El doctor Cossio mantuvo una entrevista con Vicente Solano Lima en donde sostuvo que la señora Isabel, López Rega y José Ber Gelbard le imponían al presidente actividades perjudiciales a su estado de salud. A pesar de las advertencias, los citados médicos continuaban insistiendo en el ritmo de trabajo y movimientos del presidente considerados por este profesional como “casi suicidas”. También planteó Cossio el problema de su continuidad en la grave responsabilidad de cuidar la salud presidencial, en la medida que no cumplan sus prescripciones que por ejemplo permiten un ritmo de trabajo no superior a las dos horas de trabajo diario. Siguiendo el consejo de Cossio, Solano Lima planteó la inconveniencia del viaje a las Naciones Unidas pero fue sobrepasado por la insistencia de Gelbard, López Rega y la Señora.
El 1º de julio, a las 13.15, falleció Juan Domingo Perón. Su sucesora constitucional, María Estela Martínez de Perón, lo anunció por cadena oficial a las 14.05 y a las pocas horas la clase política comenzó a desfilar por la capilla ardiente que se había levantado en el living del chalet de la residencia presidencial de Olivos. Cuando se abrazó con Balbín (foto en Clarín del 2 de julio, página 9), ella le dijo: “Doctor, el general me hablaba tanto de usted… y me aconsejó que nunca tome una decisión importante sin consultar con Balbín”. El relato –que hubiera significado una suerte de testamento político de Perón– nunca trascendió, pero quizá fue el antecedente para que la presidenta de la Nación haya invitado a Balbín a la primera reunión de gabinete que se realizó en Olivos el 5 de julio de 1974.
El semanario reservado Última Clave, en su edición Nº 196, del 11 de julio de 1974, también habló del asunto. “El lunes por la mañana (1º de julio) poco antes de las 8 de la mañana, Perón despertó de buen ánimo, y hasta pidió un té, que tomó junto a su esposa. La cama que ocupaba el enfermo se había roto esa mañana (la cama no se había roto, simplemente lo instalaron en otra parte de la planta alta con una cama ortopédica, según las anotaciones de los médicos eso ocurrió el viernes 28) y ahí, sentado en su viejo sillón, en presencia de su esposa, López Rega, Taiana y Pedro Eladio Vázquez “tuvo un cálido elogio para Ricardo Balbín, algunas dirigidas en tono de consejo a María Estela Martínez”. Cerca de las 10 de la mañana, dice el semanario, el relato se pierde en el pandemonium de la crisis cardíaca que terminó con Perón; la falsa escena de López Rega tomándolo de los tobillos y Perón exclamando “esto se acabó” a la enfermera Norma Baylo. A las 10.20 los médicos observaron “un cuadro de fibrilación ventricular, seguido de paro cardíaco… nos lanzamos todos hacia la cama, en un momento lo acuestan sobre el piso para facilitar los trabajos que no dieron resultados y comenzamos las maniobras de resucitación que no dieron resultados”. Carlos Seara, el joven médico del equipo del Hospital Italiano, totalmente agotado y transpirado, se levantó y sentenció: “Me parece que tenemos que terminar aquí, ya no va más, llevamos tres horas”. “Está bien, doctor, está bien, –recibió como toda respuesta– fijemos la hora, ¿qué hora es?” y se pusieron de acuerdo en anunciar las 13.15. En realidad Perón había muerto varias horas antes.
A las 14.05, sentada en el sillón presidencial que tantas veces había usado su marido, teniendo a su lado—en claro mensaje de los poderes del Estado– al senador José Antonio Allende, el diputado Raúl Lastiri y al titular de la Corte Suprema de Justicia y atrás, parados, los miembros de su gabinete, los comandantes de las FFAA y los edecanes, Isabel Martínez de Perón leyó un corto texto por cadena nacional que le había preparado Gustavo Caraballo y dijo: “Con gran dolor debo transmitir al pueblo el fallecimiento de un verdadero apóstol de la paz y la no violencia. Asumo constitucionalmente la primera magistratura del país, pidiendo a cada uno de los habitantes la entereza necesaria, dentro del lógico dolor patrio, para que me ayuden a conducir los destinos del país hacia la meta feliz que Perón soñó para todos los argentinos”.
El mismo día y en una inexplicable actitud luego de conocerse oficialmente el deceso de Perón, José López Rega dirigió un discurso en cadena nacional, emitido desde el salón “A” de la residencia de Olivos y comenzó diciendo: “Al pueblo argentino: con gran pesar, debo confirmar al pueblo argentino la infausta noticia del paso a la inmortalidad de nuestro líder nacional el general Perón. En mí calidad de servidor de su causa desde hace más de treinta y cinco años, quiero llevar a los hombres, mujeres y niños de la Patria, la esencia del pensamiento del general Perón, manifestada a lo largo de su existencia y en los últimos instantes de su éxito final”. Estaba claro que lo importante no era el contenido de su discurso, plagado de lugares comunes, más extenso que el de la presidenta. Lo trascendental fue que el orador estaba mandando un mensaje a la clase política. Ahora, también, había llegado su momento en la historia. Pocos recuerdan las palabras de “Daniel” (así se lo reconocía a José López Rega en la intimidad), simplemente porque el Estado quedó paralizado.
En las horas y días siguientes la presidenta María Estela Martínez Cartas de Perón recibió mensajes de pésame desde el exterior y de casi toda la dirigencia argentina, del país al que iba a intentar gobernar. Recibió unas sorpresivas y hasta hoy desconocidas. Una del teniente general Alejandro Agustín Lanusse, el militar que lo enfrentó durante décadas. Al que solo conoció en persona, rápidamente, en 1944 cuando Perón era coronel y él un joven de 26 años, teniente del Regimiento 5° de Caballería con destino en Salta.
“Ante el fallecimiento del Excelentísimo Señor Presidente de la República, siento la íntima e ineludible obligación de expresarle a Usted, en su doble carácter de Vicepresidente y esposa del Teniente General Juan Domingo Perón, mi sincero sentimiento de pesar, al mismo tiempo que imploro a Dios por su alma.[…] Mantengo plena conciencia de las responsabilidades que me corresponden por haber conducido a la Nación hacia el reencuentro con las instituciones, y recuerdo el esfuerzo que materialicé – junto con mis ministros, secretarios de Estado y demás colaboradores– para que las urnas volvieran a sellar nuestra historia. Por lo tanto, creo interpretar a todos ellos al testimonio de solidaridad con su dolor y reiterarle la convicción de que todos—de poniendo pasiones y facciones—debemos coadyuvar a la empresa de la paz, la liberación y la democracia, en aras de la unión y la grandeza de la Nación. Dios guarde a V.E:”.”
La respuesta de Isabel llegaría pocas semanas más tarde. Era corta pero afectuosa: “Agradezco profundamente el mensaje de comprensión y solidaridad que me ha hecho llegar, en esta dolorosa circunstancia, y al mismo tiempo lo saludo con mi mayor consideración”.