Primera nota de Hinde en Kiev
Una imagen del memorial de las banderas en la Plaza de la Independencia de Kiev.

(Desde Kiev) “Cada bandera, un muerto”. De manera sencilla, brutal, los habitantes de Kiev eligen las palabras para explicar la electrizante instalación popular que tiene tomada la Plaza de la Independencia, el centro neurálgico de la protesta y las movilizaciones en esta ciudad. Esta vez no se trata de multitudes exigiendo nuevas elecciones o la caída de un gobierno sino de una conmovedora ofrenda a los caídos en la guerra. Ahora quienes gritan son los muertos civiles y en combate; lo hacen a través de sus fotos y de los colores de Ucrania clavados en la tierra, flores de un duelo patrio e íntimo a la vez.

A unos metros, en una esquina de la misma “maidan” (como se dice plaza en ucraniano) se levanta una montaña de hierro oxidado: son restos de las barreras antitanques que estaban diseminadas por toda la ciudad hasta hace unos meses, los obstáculos eficaces para evitar el ingreso del enemigo. Durante estos meses, algunas fueron intervenidas por artistas y hasta el propio Banksy dejó su marca con un mural callejero que representa a dos chicos jugando y en el que desde cierta perspectiva, la barrera antitanque (también llamada “erizo checo”) se convierte en un sube y baja.

En la plaza de San Miguel, ubicada junto la iglesia que lleva ese nombre, se exhiben como piezas de museo restos de tanques y blindados que quedaron varados luego de la retirada rusa de la región y también modestos autos particulares baleados e inutilizados, en los que es posible imaginar que viajaban familias que buscaban huir de la invasión. Todo en las calles parece homenaje y también expresión de la furia y el hartazgo, un cóctel que se lee en los mensajes contra el enemigo: cada una de esas piezas compone un espacio colectivo de memoria y de catarsis.

La estatua de la princesa Olga (890-969) -primera gobernante mujer del Rus de Kiev y también la primera persona en convertirse al cristianismo- fue transformada en otra pieza de este memorial a cielo abierto. Ocurrió cuando una artista le puso a la escultura el chaleco antibalas que todavía luce, ahí en lo alto, bajo el cielo de este verano que acaba de comenzar. Detrás de la escultura de la princesa y de los tanques rusos, se levanta, el marcial edificio del Ministerio de Relaciones Exteriores, construido en 1934 sobre la destrucción de la Iglesia Tryojsvyatytelska ordenada por Stalin.

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La escultura de la princesa Olga, con chaleco antibalas, en la Plaza San Miguel, de Kiev.

Hay señales de la guerra a cada paso pero, al mismo tiempo, la población busca hacer una vida lo más normal posible, una forma de resistencia. No hay check points ni es una ciudad militarizada en el sentido tradicional aunque se ven militares por la calle y también en los bares y otros comercios.

La ciudad es amplia, abierta. Se la ve hermosa, distinguida. No hay aglomeraciones en ninguna parte y, como dice James, un periodista amigo, parece que le quedara grande al tamaño de la población que vive en ella.

Hay gente que se fue y no volvió, hay muchos hombres combatiendo, posiblemente también hay personas que decidieron encerrarse en sí mismos o en su entorno familiar como método de autodefensa. En la calle se ve movimiento, aunque sin estridencias de ningún tipo. En los bares, los cafés y los restaurantes hay gente aunque seguramente no marcan ningún récord de ocupación.

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Un mural callejero de Banksy, en la Plaza de la Independencia de Kiev (Foto: Alejo Sanchez Piccat)

A diferencia de lo que ocurre en otras ciudades, acá no hay combates ni hospitales colapsados y la mayoría de la gente se siente segura. El asedio del enemigo se traduce en inquietud y el hartazgo, y en cuestiones prácticas como el oído entrenado para las alarmas antimisiles –hay refugios en todos los lugares públicos-, la alteración de las rutinas y, fundamentalmente, en los cortes de luz sistemáticos, una consecuencia inevitable de los ataques rusos que dañaron la mayor parte de las estaciones energéticas ucranianas.

De hecho, la Corte Penal Internacional (CPI) acaba de emitir órdenes de arresto contra el ex ministro de Defensa de Rusia, Sergey Shoigu, y el jefe del Estado Mayor militar, Valery Gerasimov, por dirigir ataques contra objetivos civiles. El tribunal los acusa de crímenes de guerra y de lesa humanidad.

Según informaron en un comunicado, los jueces de la Corte consideraron que hay motivos razonables para creer que Shoigu y Gerasimov son responsables de “ataques con misiles llevados a cabo por las fuerzas armadas rusas contra la infraestructura eléctrica ucraniana” desde al menos el 10 de octubre de 2022 hasta al menos el 9 de marzo de 2023.

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Tanques rusos que quedaron varados luego de la retirada rusa, en la plaza San Miguel de Kiev.

La luz se corta todo el tiempo, es cierto, y la mayoría de los negocios ya tiene un generador eléctrico propio. Se corta, sí, y es un incordio pero para todos ya es un “No hay luz, pero en unas horas volverá”, un modo de mantener el equilibrio ante la contingencia. Y es que el peso de un drama es siempre relativo, sobre todo cuando alrededor hay a diario muertes y pérdidas invalorables.

Por esto también resulta atrevido ensayar comentarios sobre esta dificultad de orden práctico, o al menos eso es lo que siente alguien que acaba de llegar a una ciudad con habitantes agotados y estresados luego de casi dos años y medio de guerra a gran escala o de gran guerra, como la llaman para diferenciarla de la guerra en el este de Ucrania que arrancó en el 2014.

Va un dato autorreferencial: formo parte de un grupo de invitados en el marco del llamado “Viaje solidario con Ucrania”, un programa organizado por el PEN local, que reúne a escritores, editores, fotógrafos, traductores e ilustradores y con una agenda que incluye conversaciones con diferentes actores de la cultura y representantes de organizaciones de derechos humanos ucranianas.

Se trata de conversaciones acerca una guerra puntual y dramática para este país pero que también es una guerra central para la geopolítica y, tal vez, para el futuro de la democracia y las relaciones internacionales tal como se conocieron en el marco de los acuerdos y consensos alcanzados en el siglo XX, luego de la Segunda Guerra Mundial.

Victoria Amelina.
La escritora ucraniana Victoria Amelina, víctima de un ataque con misiles rusos en Kramatorsk, en 2023. (Arrosmith Press).

Varios autores del PEN se unieron al ejército para pelear con los rusos y lo siguen haciendo. Al PEN pertenecía la conocida novelista Victoria Amelina (1986-1923), quien murió el 1 de julio del año pasado a causa de sus heridas después de que un misil ruso impactara en una pizzería en Kramatorsk, en el este de Ucrania. Victoria estaba cenando en una pizzería con una delegación de periodistas y escritores colombianos cuando cayó el misil. Se encontraba en el lugar, que está bajo control ucraniano pero muy cerca de la zona de combates, porque estaba trabajando en la investigación de crímenes de guerra junto con la organización Truth Hounds.

Esto se leía en una de sus cuentas sociales, que ya fueron cerradas por su familia. “Soy una escritora ucraniana. Tengo retratos de grandes poetas ucranianos en mi bolso. Parece que debería estar tomando fotografías de libros, de arte y de mi pequeño hijo. Pero documento los crímenes de guerra de Rusia y escucho el sonido de los bombardeos, no poemas. ¿Por qué?”.

Sus escritos sobre la guerra y su trabajo en la investigación de los crímenes rusos será publicado en los próximos meses.

Volodymyr Vakulenko (1972-2022) era un premiado poeta y narrador de literatura infantil. El mismo día de la invasión rusa de Jarkov, el 22 de marzo, Volodimyr fue secuestrado junto con su hijo de 13 años, un chico con autismo. Fueron torturados pero liberados el mismo día y regresaron a la casa del padre del escritor. Vakulenko se sabía objetivo de los rusos por su conocida postura nacionalista y dos días después volvieron por él. No volvieron a saber de él.

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El minibus del PEN y su leyenda: «Escribir para vivir», que en inglés suena muy parecido a «Derecho a existir».

Su cadáver fue hallado en una fosa común, el 12 de mayo de ese año, luego de la liberación del territorio por parte de las fuerzas ucranianas. Meses después, el diario de guerra que Vakulenko había enterrado en el jardín de la casa de su padre en Izium fue hallado por Victoria Amelina. El próximo 1 de julio -fecha del nacimiento de Vakulenko y de la muerte de Victoria- habrá una serie de homenajes de sus colegas.

“Write to exist”, se lee sobre un costado del minibús del PEN, una leyenda filosófica e ingeniosa que juega con el sentido de las palabras tal como suenan en inglés los verbos que la componen. “Escribir para existir” es también “Derecho a existir”.

La guerra del borscht

El sonido intimidatorio de la sirena irrumpió cuando promediaba la cena. Con más o menos discreción, algunos comensales consultaron sus celulares para chequear la app que da información sobre las alertas por ataques de misiles rusos.

Uno de los autores locales, con la experiencia que otorga vivir hace dos años y medio en un país en guerra y que resiste la invasión del enemigo, evaluó que no había necesidad de ir al refugio antimisiles, por lo que la cena siguió adelante. El último brindis fue inevitable: “Por la paz”. Antes ya se había brindado “Por la victoria”.

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Una calle de Kiev, en junio de 2024, cuando van dos años y medio de guerra.

Faltaba una hora para la medianoche y el inicio del toque de queda.

El restaurante “Sto rokiv tomu vpered” (Cien años por delante) se especializa en comida tradicional ucraniana con toques muy contemporáneos y está ubicado muy cerca de la magnética catedral de Santa Sofía, en el centro de Kiev. Su dueño es el chef Ievgen Klopotenko, una celebrity ucraniana que se propuso hacer conocer la comida de este país al mundo.

Su énfasis por exportar el arte de la gastronomía local lo llevó a promover una iniciativa que culminó de manera exitosa, cuando la UNESCO inscribió en su lista de herencia cultural intangible el borscht, la famosa sopa de remolachas que también tienen los rusos en su dieta.

Manifestantes a favor de la integración europea durante la llamada Revolución de la Dignidad, en diciembre de 2013. (REUTERS/Gleb Garanich/File Photo).
Manifestantes a favor de la integración europea durante la llamada Revolución de la Dignidad, en diciembre de 2013. (REUTERS/Gleb Garanich/File Photo). (Gleb Garanich/)

Una revuelta popular

No es la primera vez que llego a Kiev; vine veinte años atrás, a fines de noviembre de 2004, para cubrir la llamada Revolución Naranja, una revuelta popular contra el gobierno prorruso en la que gran parte de la población de este país, fogoneada por el Occidente próspero, buscaba romper los lazos con la “madre patria” opresora.

Por entonces, los promotores de esa revuelta habían comenzado a imaginar un futuro alejado de todo vestigio soviético, que contemplaba la ruptura con Rusia pero también el ingreso a la Unión Europea como la solución a los problemas sistémicos de corrupción y de límites al crecimiento económico del país. Miles y miles de ucranianos iniciaron un raid de manifestaciones y vigilias que tuvo como centro la plaza Independencia de la capital y que puso a Ucrania en el mapa de las noticias.

Aquella vez, la capital helada se vestía de naranja y clamaba por un cambio de signo político. En cada esquina se escuchaban los temores por una posible invasión rusa, un fantasma difícil de alejar en aquellos países en los que el Kremlin condujo la vida política durante décadas. Fue una movilización popular insólita en lo que alguna vez fue territorio de la URSS, una revuelta con ideas contradictorias pero que tenía una dirección, terminar con los resabios del comunismo. Aquella vez Putin no consiguió poner mano firme.

Veinte años después, Ucrania sigue sin ser Europa y los muertos se cuentan de a miles. El torbellino político, la corrupción y la ineficiencia se llevaron puestos a varios gobiernos y el país vivió la pandemia por Covid como todos e, inmediatamente, la guerra como pocos.

Imagen de la Revolución Naranja de 2004
Imagen de la Revolución Naranja de 2004.

Desde 2014 no son las cifras de pobreza las que agobian a los ucranianos aunque las dificultades son muchas. El número que está en la cabeza de todos y es el de muertos, un conteo que comenzó con la llamada guerra en el Donbass, la región fronteriza con Rusia y cuyas ciudades más importantes -Donetsk y Lugansk- fueron tomadas por combatientes prorrusos y se convirtieron en repúblicas independientes poco después de que Rusia anexara Crimea, durante las turbulencias que dejaron un vacío político que fue aprovechado por el gobierno de Vladimir Putin.

El inicio de esa guerra se dio en 2013 con otra revuelta popular que los ucranianos pro europeos llamaron la Revolución de la Dignidad, una movilización que nació de la frustración que provocó el fracaso de la negociación de un tratado de libre comercio con la UE luego de que el presidente Viktor Yanukovich, presionado por el Kremlin, renunciara a firmarlo. La anexión rusa de Crimea -que no cuenta con reconocimiento internacional- también ocurrió en 2014. Para los ucranianos que buscan formar parte de la Unión Europea, esas repúblicas independientes, Crimea y las regiones invadidas a partir de 2022 son “territorios ocupados”.

Artim es un fotógrafo muy talentoso y también una persona muy amable, siempre dispuesta a la charla. Estabamos abandonando la Plaza de la Independencia cuando le consulté de qué manera soporta una población el frenesí que provoca tanta agitación política de años, tanto expectativa, tanto enfrentamiento y una invasión militar a gran escala que incluyó masacres en diversas zonas del país. Me respondió abrumado con sensatez muy humana : “Es todo muy excitante, sabés, pero los ucranianos ya estamos cansados de vivir todo el tiempo momentos históricos”.