La violencia de género es una construcción social con profundas raíces en la infancia. Los roles de poder, la violencia y el control sobre el otro se aprenden y, muchas veces, se naturalizan desde temprana edad.
El Caso Pelicot en Francia ilustra dramáticamente cómo una relación desigual y violenta puede pasar desapercibida durante años. En este caso, la agresión no fue ejercida por un solo hombre, sino por muchos que se unieron para violentar a una mujer en extrema vulnerabilidad y también a otras víctimas.
Dominique Pélicot, el marido de Gisèle, utilizaba la supresión química para mantenerla inconsciente y evitar que recordara lo que sucedía. Desde 2011 hasta 2020, Gisèle fue violada por 72 hombres, según los registros. Pélicot filmaba y fotografiaba las escenas, archivándolas en una carpeta titulada “Abusos”. Durante el mediático juicio en Francia, su hija y su nuera testificaron contra Dominique Pélicot. Ambas manifestaron sospechas de haber sido también víctimas de sus abusos.
Se encontraron fotografías de ambas desnudas; su hija recostada en posición fetal, y Céline desnuda y embarazada en 2011, con un zoom en sus partes íntimas.
La violencia de género empieza en la infancia
Hace tiempos los profesionales venimos insistiendo en la necesidad de atender esta problemática, la de los niños y niñas criados en entornos violentos, creando recursos específicos para asistir e intervenir en la prevención de las violencias.
Es muy habitual que cuando se examina un caso de violencia de género los niños y niñas del entorno no sean tenidos en cuenta ni en la intervención ni en los análisis de los hechos.
La invisibilización de la violencia de género contra la infancia los revictimiza. Los hijos e hijas que padecen la violencia de género viven de forma continuada y prolongada situaciones de abuso de poder, humillaciones, y agresiones de todo tipo; experiencias que pueden marcar su desarrollo, personalidad, comportamiento y valores en la edad adulta.
El impacto de la violencia en el desarrollo del cerebro infantil es especialmente preocupante, sobre todo cuando la exposición a la violencia es prolongada. Entre las consecuencias de la violencia se cuentan la depresión, los trastornos por estrés postraumático, los trastornos límite de la personalidad, la ansiedad, el abuso de sustancias, los trastornos del sueño y la alimentación, el suicidio y sus intentos.
Aunque los niños y niñas no siempre estén presentes en las escenas de agresiones, suelen ser conscientes de lo que ocurre en su entorno. Esta percepción indirecta de la violencia tiene un impacto profundo. La exposición a un ambiente donde la violencia es normalizada, aunque se intente ocultar, puede tener efectos devastadores en el desarrollo. Esta conciencia implícita contribuye a la perpetuación del ciclo de violencia, afectando no solo su salud mental, sino también su forma de relacionarse y su percepción del mundo.
El Caso Pelicot, aunque extremo en su crueldad, ejemplifica las dinámicas de poder. Gisèle fue sometida a abusos por su esposo, quien no solo ejercía control, sino que organizaba su violación por otros hombres. Este no es un fenómeno aislado. La violencia que sufrió Gisèle se basa en la idea profundamente arraigada de que las mujeres son objetos de control y posesión, y los niños también.
Desde la infancia, los niños y niñas observan, aprenden y absorben dinámicas de poder y sumisión, en casa, en la escuela y a través de los medios. La violencia que ocurre dentro del hogar afecta no solo a la víctima directa, sino también a los hijos o nietos que presencian o están expuestos a estas atrocidades.
Ver a la mamá agredida deja a los niños y niñas desamparados y con grandes sentimientos de culpa y temor, culpa de no poder ayudarla y temor a volver a vivir las agresiones. Para los hijos, las agresiones que sufren las madres las sienten como propias y los sumerge en un dolor profundo. Muchos niños intentan intervenir para ayudar a sus madres y esto conlleva agresiones físicas hacia ellos, otros intentan separarse lo máximo posible de las escenas porque los inunda un temor profundo y paralizante, que tiene como consecuencia una culpa demoledora.
El ciclo de violencia
Esta forma de maltrato infantil puede llevar a que, en la vida adulta, se repitan los patrones aprendidos, convirtiéndose en víctimas o perpetradores de violencia. El ciclo de violencia se perpetúa porque se naturaliza, afectando no solo a una generación sino también a las futuras. Aprender a ser violento es un proceso que se logra sin intervenciones adecuadas y es un patrón difícil de abandonar.
Los niveles de angustia, temor e inseguridad que producen las escenas de violencia dentro del hogar lesionan fatalmente el psiquismo infantil. Esto se traduce en trastornos físicos y psicológicos, como terrores nocturnos, enuresis (incontinencia nocturna), alteraciones del sueño, cansancio, problemas alimentarios, ansiedad, estrés, depresión. En ese sentido, Save the children asegura que los niños y niñas no son víctimas sólo porque sean testigos de la violencia entre sus padres, sino porque “viven en la violencia”.
La violencia de género también es una herida generacional. Los niños y niñas que crecen en entornos de violencia no solo sufren el impacto directo de estos eventos, sino que también heredan patrones destructivos que pueden influir en su comportamiento y relaciones futuras. Esta violencia, al no ser abordada adecuadamente, se transmite de una generación a otra, perpetuando un ciclo de abuso y malos tratos.
Hace pocos años, comenzó a visibilizarse que los hijos e hijas de mujeres maltratadas también son víctimas de la violencia. Los pocos recursos contemporáneos para intervenir sobre este tópico son fruto de la lucha feminista. Sin ella, Gisèle y sus hijos y nueras no podrían haber tenido un juicio, ni el apoyo necesario para cambiar el rumbo de su sufrimiento, y que “la vergüenza cambie de bando” la frase que se popularizó a través del juicio público elegido por la víctima principal.
La exposición a la violencia de género desde la infancia tiene consecuencias devastadoras para la salud mental de los niños que la presencian. Ver a una madre ser maltratada no solo genera traumas profundos y duraderos, sino que también constituye una forma de maltrato infantil.
Los efectos psicológicos de haber sido víctima de violencia, aunque solo se haya presenciado, no desaparecen con el tiempo. En la vida adulta, quienes han crecido en hogares violentos pueden sufrir trastorno de estrés postraumático (TEPT), dificultades para establecer relaciones no dañinas y un alto riesgo de convertirse en víctimas o perpetradores de violencia.
En el estudio “Intervención psicológica con menores expuestos/as a violencia de género. Aportes teóricos y clínicos del Colegio Oficial de Psicólogos de Madrid”, 2016, recuperan varios textos que marcan las historia de las víctimas infantiles de la segunda mitad de la década de los noventa, cuando aparece el término “menores expuestos a violencia en la pareja”. En el trabajo exploran una investigación de 91 menores entre 6 y 17 años, población clínica en intervención en un recurso específico para víctimas de violencia de género.
Uno de los resultados de este trabajo indican que las y los niños padecían graves problemas conductuales y emocionales clínicamente significativos: ansiedad/depresión, retraimiento, quejas somáticas, problemas sociales, de atención, conducta disruptiva, y agresividad. La prevalencia clínica en la mayoría de los síndromes era “cinco veces superior a la registrada en población normal, y en algún caso hasta diez veces superior”.
La representación de la violencia en la cultura
Ya no se puede hablar de violencia de género sin involucrar a la infancia. Los niños no son testigos de los malos tratos hacia la mamá, sino que se erigen como víctimas en una nueva conceptualización.
Los roles de violencia se perpetúa cuando no se cuestionan desde el principio. La representación de estas dinámicas en la cultura popular, como en propagandas, series y películas, es clave.
Un ejemplo de ello es la película “Romper el círculo”, que quizá nació con una buena intención de visibilización, pero se corrompe y termina romantizando la violencia y el abuso. Este filme refleja un problema profundo: el peligro de la repetición de los patrones violentos vividos en la niñez. La protagonista femenina padece flashbacks que muestran la violencia de género hacia su mamá que padeció desde pequeña.
Pero a medida que la película avanza se intenta suavizar la dominación masculina a través de escenas supuestamente románticas. La protagonista femenina es presentada como pasiva y comprensiva, aceptando con devoción el anillo de un hombre idealizado. Este tipo de representaciones diluyen el impacto del drama real. Es importante que al trabajar con temas tan sensibles se tenga una supervisión de especialistas y también sobrevivientes.
En una escena, el protagonista masculino, sosteniendo a un sobrino recién nacido, se arrodilla para proponer matrimonio. Este gesto revela una dinámica de machismo: el hombre antepone sus deseos personales en un momento que debería estar dedicado al nacimiento y a la madre del bebé. Pero esto no enciende las alarmas de las personas que participan.
En la sala de cine un grupo de jóvenes suspiraba ante la escena, porque eso es lo que nos enseñaron. El amor romántico ciega y ensordece y muchas veces oculta situaciones siniestras. Este tipo de escenas refuerza estereotipos de género y perpetúa la idea de que el deseo del hombre debe prevalecer, incluso en momentos que no le pertenecen, y sobre todo confunde con qué tipo de mensaje desea dar.
Finalmente, la película culmina con el nacimiento de un hijo en común, donde la protagonista se separa del agresor por autocuidado, pero le promete que será un gran padre, comprendiendo que él también ha sido víctima de una traumatización, de otra índole, en la infancia. Este final refuerza la idea de que la violencia puede ser superada con gestos superficiales y voluntarios, sin abordar las verdaderas implicancias inconscientes del abuso y la necesidad de cambio profundo y de no repetición.
Es crucial abordar la prevención de masculinidades violentas desde la infancia. La construcción de una masculinidad respetuosa debe comenzar desde una edad temprana, desafiando y reeducando los conceptos tradicionales de poder y control que perpetúan la violencia.
Los niños deben aprender desde pequeños que la fuerza no es un signo de poder y que el respeto hacia los demás es fundamental para cualquier relación. Los niños y niñas deben aprender a identificar los patrones de abuso, comprendiendo que el respeto mutuo es la base de cualquier vínculo. No se trata solo de educar a las niñas para que no se conviertan en víctimas, sino de enseñar a los niños que la violencia no es una forma de vincularse y debe ser interpelada y sancionada.
La crudeza del caso Pelicot ayuda a visualizar cómo la violencia está enquistada en la sociedad. En el pequeño pueblo de Mazan, en el sur de Francia, con solo casi 6200 habitantes un porcentaje enorme de hombres participaron en los abusos, y muchas personas sabían lo que ocurría pero no hicieron nada al respecto.
Este silencio y la falta de intervención reflejan una complicidad social que rodea la violencia de género, afectando tanto a las víctimas directas como a los niños que presencian y sufren estas atrocidades.
La violencia de género no se trata de crímenes aislados, sino de un entramado cultural que se teje desde la infancia. Las actitudes que perpetúan el control y la agresión no emergen de la nada; son el resultado de patrones que se transmiten de generación en generación, alimentados por normas culturales que legitiman la desigualdad entre hombres y mujeres. Por eso, la prevención y la educación temprana son fundamentales para desarmar estas matrices culturales y evitar que se sigan replicando las dinámicas de violencia en la adultez
Es necesario tomar medidas preventivas rigurosas para combatir la violencia de género desde sus raíces. La prevención debe ser un esfuerzo colectivo que incluya educación, intervención y legislación para romper el ciclo de violencia y asegurar un entorno seguro y respetuoso para todos.
* Sonia Almada es licenciada en Psicología de la Universidad de Buenos Aires. Magíster Internacional en Derechos Humanos para la mujer y el niño, violencia de género e intrafamiliar (UNESCO). Se especializó en infancias y juventudes en Latinoamérica (CLACSO). Fundó en 2003 la asociación civil Aralma que impulsa acciones para la erradicación de todo tipo de violencias hacia infancias y juventudes y familias. Es autora de tres libros: La niña deshilachada, Me gusta como soy y La niña del campanario.