Fue una batalla. Sin ejércitos, o con dos ejércitos simbólicos, sin trincheras, sin muertos, sin explosiones y sin desdichas. Pero fue una batalla de una guerra no declarada: la Guerra Fría, que ni fue guerra, ni fue fría, pero que enfrentó a las entonces dos grandes potencias mundiales, Estados Unidos y la Unión Soviética, en una carrera acaso insensata primero por el dominio de la Europa de posguerra, con Alemania y Berlín en el centro de la disputa; luego por el avance soviético un poco más allá de lo que el británico Winston Churchill llamó “cortina de hierro”, que ni fue cortina ni fue de hierro y, finalmente, por la expansión del comunismo en el mundo que derivó en la crisis de los misiles soviéticos en Cuba en 1962 y en la violencia que sacudió al continente americano en los años 70.
Hace cincuenta y dos años, el 1 de septiembre de 1972, el mundo coronó un nuevo campeón universal de ajedrez. Era el estadounidense Robert James Fischer, a quien siempre se conoció como “Bobby”, que había vencido a su rival soviético, Boris Spassky, a lo largo de veinte apasionadas jornadas caóticas, polémicas, deslumbrantes, celebradas en Reikiavik, la capital de Islandia, una isla nación emplazada en lo alto del Atlántico Norte que se había convertido en reino en 1918, al cobijo de los humos recién aplacados de la Primera Guerra Mundial, y que saltó del frío rigor de los mapas gracias a Fischer y a Spassky.
El mundo estuvo pendiente de los dos ajedrecistas en aquellos agitados días, como si del predominio de uno sobre otro dependiera la suerte y el destino del planeta. No sucedió. Sin embargo, la suerte y el destino de los dos grandes maestros enfrentados en aquella batalla de la Guerra Fría sí cambió después de aquella serie de veintiuna partidas que Bobby Fischer ganó por 12 ½ puntos contra 8 ½ de su rival.
Cómo fue que el ajedrez, que es un pacífico juego de guerra que consiste en derrocar o en hacer abdicar al rey adversario, pasó a ser un símbolo del enfrentamiento entre dos potencias mundiales es, si bien no un misterio, un laberinto un tanto disparatado que constituyó tal vez la primera banalización de la alta política que muchas veces ni es alta ni es política.
Era una cuestión de prestigio. Más que como “juego de guerra”, el ajedrez es visto con el tinte piadoso de “juego ciencia”, que también lo es. En los años 70, la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas llevaba más que la delantera en ajedrez. Desde 1948, casi veinticinco años, los campeones del mundo habían sido soviéticos: Mikhail Botvinnik, Vasili Smyslov, Mikhail Tal, Tigran Petrosian y el propio Spassky decían que la URSS, que había pasado ya por el estalinismo, por la supuesta apertura de Nikita Khruschev y estaba en manos del férreo Leonid Brezhnev, que había puesto fin a la supuesta apertura de Khruschev, era número uno en un juego, deporte o ciencia reflexivo, intelectual, que privilegiaba el pensamiento, la intuición, el arrojo y la estrategia. A ver si Occidente igualaba eso.
Estados Unidos, con el entonces presidente Richard Nixon y el poderoso y cerebral Henry Kissinger como consejero de seguridad, ya habían movido sus piezas en el tablero político: con el telón de fondo de la guerra en Vietnam, en la que Estados Unidos buscaba “una paz con honor”, un eufemismo para no admitir su forzada retirada. En febrero de ese agitado 1972, Nixon había viajado a China y estrechado la mano de Mao Tse Tung, que no se llamaba entonces Mao Zedong, en un encuentro que Nixon había jurado jamás tendría lugar. Estados Unidos se acercaba a China para contrarrestar el creciente poderío soviético, según la doctrina Kissinger del equilibrio mundial. Ahora, Reikiavik, un tablero, treinta y dos piezas, mitad blancas y mitad negras, dos grandes maestros y un solo desafío daban a Estados Unidos la posibilidad de equilibrar la política exterior, o su idea de política exterior.
A los soviéticos reinantes en ajedrez, al ajedrez y al mundo en general, les había salido un grano allí donde más duele: Bobby Fischer. Un prodigio, un niño terrible, un alocado, uno de esos genios que, como todo genio, cargaba con un átomo, una partícula, un vestigio, al menos un indicio de extravío, de frenesí, de extravagancia. En julio de 1972 Fischer tenía veintinueve años, Spassky, su rival, tenía treinta y cinco. Los dos habían sido chicos maravilla: Fischer había aprendido a jugar ajedrez solo, a los seis años, porque había llegado a sus manos un juego de esos de todo por dos pesos comprado en un kiosco de golosinas de Chicago, su ciudad natal. Spassky había aprendido a jugar a los seis, a bordo de un tren que lo evacuaba de su ciudad, Leningrado, que hoy es San Petersburgo, sitiada por los nazis.
Los dos fueron tempranos campeones juveniles; rusos y americanos supieron desde siempre que tenían en sus manos a dos portentos del ajedrez. Reikiavik fue casi la consecuencia lógica de dos vidas dedicadas a los trebejos. Spassky formado en la escuela de ajedrez soviética que perduró hasta la caída del comunismo en 1991 y Fischer con un talento cimentado en cuanta olimpíadas y torneos internacionales tuvo por delante: entre 1962 y el campeonato del mundo de 1972 en Islandia ganó todos los torneos que jugó con dos excepciones. La primera fue el torneo Memorial Capablanca, de 1965, que se disputó en La Habana y que Fischer jugó por teletipo desde Nueva York y en el que empató el segundo lugar. La segunda fue la Copa Piatigorsky, en 1966, en la que quedó también segundo a un punto y medio de… ¡Spassky! En octubre de 1971 se ganó el derecho de desafiar por el título mundial a Spassky frente al ruso Tigran Petrosian en una serie de partidas celebradas en el Teatro Municipal General San Martín, de Buenos Aires.
Todo esto estaba en juego el 11 de julio de 1972 cuando en Reikiavik, Spassky movió las blancas en la primera partida del mundial: P4D, peón cuatro Dama, según la notación que se usaba entonces. Lejos de estas líneas está analizar el desarrollo de aquella gran batalla, que es tarea de expertos. El ajedrez es un juego, se supone que lo es, muy difícil de jugar. Por lo general, es el ajedrez el que juega con vos; podés meterte en sus laberintos y en parte de sus secretos, pero ojo, no te confíes.
En cambio, todo lo que rodeó lo que se llamó “El match del siglo”, la prensa también hizo mucho por encumbrar el enfrentamiento, revela cuánto estaba en juego. Dos ejemplos: los periodistas británicos David Edmonds y John Eidinow, publicaron luego un libro al que llamaron “Bobby Fischer se fue a la guerra”. Y el gran escritor Arthur Koestler, comunista en los años 30, partícipe de la Guerra Civil Española, arrojado a un campo de concentración alemán durante la Segunda Guerra y decepcionado luego por el estalinismo, dijo del match Fischer-Spassky: “Es curioso volver a ser corresponsal de guerra después de tantos años”.
Fischer parecía haber llegado a Islandia decidido a empiojar el match del siglo. Impuntual, insolente, atrevido, consciente de su papel de chico terrible, decidido a sacar rédito publicitario, y del otro, fue retratado por Michael Nicholson, corresponsal de la cadena británica ITN: “El señor Fischer, con todos sus guardaespaldas y abogados, con su equipo de psiquiatras y asesores médicos, con sus pataletas y, sobre todo, con su agudo instinto publicitario, ha convertido el campeonato de este año en la noticia del momento. Y si el señor Fischer tiene algún criterio moral al que se aferra, es el de que lo más importante en este juego no es ganar, sino recaudar la mayor cantidad de dinero posible”.
Bobby sí que quería ganar, además de recaudar. Tal vez sintiera que Spassky era un escalón muy alto para sortear. Aunque eso se vería frente al tablero y, también, en el terreno de la pelea psicológica: Fischer no llegó a tiempo a Reikiavik para la ceremonia del sorteo del gran match. Se había quedado en Estados Unidos disconforme con el premio en efectivo del torneo. Una vez solucionada la crisis económica con un aporte privado, tampoco fue al segundo sorteo. Cuando por fin llegó a la capital de Islandia, tampoco fue al tercero de los sorteos: envió a su representante William Lombardy porque, dijo, estaba muy cansado. El desaire llevó, casi, a un conflicto diplomático. El primer ministro islandés dijo con enfurruñada angustia en la tantas veces postergada ceremonia: “Los islandeses hemos hecho todo lo posible para organizar este campeonato y agasajar al campeón mundial, así como al aspirante. Pero el aspirante no está aquí. Y me temo que su conducta está poniendo a Islandia en contra de los Estados Unidos”.
Luego Fischer se quejó de la iluminación de la sala donde se disputarían las partidas, del tipo de tablero elegido para el match del siglo, de la estética de las piezas seleccionadas y hasta de la ubicación de las cámaras de televisión encargadas de hacer histórico aquel encuentro. Spassky era condescendiente, decía: “Eso queda para Bobby, para mí no tiene importancia”. Lo que preocupaba al soviético era el grado de politización que había alcanzado el match.
El día antes de la primera movida de Spassky en Reikiavik, Kissinger llamó por teléfono a Fischer, en su nombre y en el del presidente Nixon: “El peor jugador de ajedrez del mundo llamando al mejor jugador del mundo –le dijo– El gobierno de Estados Unidos le desea lo mejor. Y yo también”, según revelan Edmonds y Eidinow en su libro en el que aseguran que Fischer se tomó todo muy en serio: “Se convirtió en una especie de paladín de la Guerra Fría”.
Por el contrario, Spassky, que también estaba presionado por el Kremlin, por la KGB, por los comisarios políticos y hasta por sus propios analistas y asesores, estaba irritado y tempestuoso con esa presión. El Kremlin y Kissinger querían lo mismo: que el muchacho de cada uno ganara la batalla. Si Fischer se lo tomó en serio, Spassky dijo que aquello era ajedrez, que nada ni nadie podía garantizar una victoria. El ruso era uno de los pocos grandes maestros que no pertenecía al aparato del Partido Comunista de la Unión Soviética. No era un disidente, era un no conforme. En otro momento, hubiera dado con sus huesos en Siberia, pero ahora tenía que retener el título mundial.
Pese a los deseos de Nixon, de Kissinger, de Occidente y de las fuerzas del cielo de la época, Fischer perdió la primera partida. Cometió un error insólito en un gran maestro que era, además, un genio. Los analistas imaginaron luego, acaso con razón, que se había tratado de un yerro intencionado, de un costado impensado de una estrategia diabólica. Pero aquello era especulación de los expertos: nadie estaba en la cabeza de Fischer.
Al día siguiente de su debut desastroso en el match del siglo, Fischer se negó a jugar la segunda partida. Dijo que no estaba de acuerdo con la ubicación de las cámaras de televisión. No se presentó a jugar y le dieron la partida por perdida. Así, sin despeinarse, Spassky ya ganaba el torneo dos a cero. Una sombra de terror ennegrecía el torneo: Fischer era capaz de dar un portazo y dejar a todos chupando un clavo en Reikiavik: no iba a ser la primera vez que lo hacía, ni la última. Si abandonaba, el ajedrez iba a quedar baldado, la URSS seguiría con su reinado imbatible y Nixon iba a vivir una nueva frustración.
Fue entonces que Kissinger llamó de nuevo por teléfono a Fischer. Palabra más o menos, le dijo, según el libro de Edmonds y Eidinow: “Sos nuestra única esperanza contra los rojos”. Eso es incentivar a alguien. En sus detalladas memorias, Kissinger no cita nada relacionado a Fischer, pero años después del match del siglo, en un reportaje admitió, “Eso (llamar a Fischer) no fue la decisión más importante que tuve que tomar aquellos días. Pero pensé que ayudaría a crear una atmósfera de competición pacífica”. Eso es tener memoria selectiva.
En realidad, Nixon y su alter ego hubieran hecho mejor en preocuparse por otras cosas. En el momento del segundo llamado de Kissinger a Fischer, hacía apenas un mes que cinco agentes secretos, pagados y apoyados por la Casa Blanca y por el Comité de Reelección de Nixon, habían tomado por asalto la sede central del Partido Demócrata, en edificio Watergate de Washington, para pinchar sus teléfonos y colocar micrófonos. Los habían pescado, el diario The Washington Post había revelado la identidad de los ladrones y había empezado a desenrollar la madeja que llevaría a Nixon a renunciar, dos años después, envuelto en la deshonra.
Fischer exigió jugar la tercera partida a puertas cerradas para evitar las cámaras. Contra el consejo de su equipo que le rogó no hacer caso a las exigencias del chico descarriado y forzar de esa manera su abandono, Spassky cedió: quería ganarle a Fischer en el tablero. Según los estudiosos de aquella batalla, el gesto de Spassky fue su derrota psicológica. Su par, el gran maestro Viktor Korchnoi, lo puso en palabras más diáfanas: “Spassky es un caballero. Los caballeros conquistan a las damas, pero pierden en el ajedrez.” Fischer ganó esa tercera partida, que se disputó en una especie de trastero destinado al ping pong del Pabellón de Exposiciones Laugardalshöll y, de allí en más, fue una bestia lanzada a la victoria. Hicieron tablas en la cuarta y el americano ganó la quinta y la sexta que, aseguran los expertos, es una de las más fantásticas partidas de la historia. Hicieron tablas en la séptima y Fischer ganó la octava. Después de arrancar dos a cero abajo, ahora el americano se había puesto cinco a tres. El trono de Spassky tambaleaba.
La séptima partida fue tablas, Fischer ganó la octava, empataron la novena y Bobby ganó la décima. El match del siglo favorecía al americano por seis a cuatro. La undécima partida la ganó Spassky, fue su última victoria, hicieron tablas en la duodécima y Fischer ganó la siguiente. A partir de allí, con el torneo 8 a 5 en favor de Fischer, se sucedieron siete partidas empatadas. El 31 de agosto, Fischer 11 ½, Spassky 8 ½, empezó la partida número veintiuno. Sería la última. Se suspendió en la jugada cuarenta y uno con Fischer en mejor posición que el campeón mundial que sería destronado.
El 1 de septiembre amaneció soleado y con una brisa amable y generosa, un lujo para el clima polar de Reikiavik. Spassky había pasado toda la noche y gran parte de la madrugada en el séptimo piso del hotel Saga, su cuartel general, junto a sus analistas y en busca de una forma de dar vuelta la ventaja de Fischer en el tablero de la suspendida partida. Un punto más para el americano, lo llevaría a 12 ½, suficiente para ganar el torneo pactado a veinticuatro encuentros. No había forma de derrotar a Fischer. Cerca de las diez de la mañana, en los jardines del hotel por donde rumiaba pensativo su derrota inminente, Spassky se topó con el fotógrafo escocés Harry Benson, de la revista “Life”, a quien lo unía cierta amistad. Spassky lo saludó con un formal apretón de manos y le dijo cuatro palabras históricas: “Hay un nuevo campeón”. Spassky siguió camino a su habitación y Benson, sin recuperarse todavía de su sorpresa, llamó por teléfono a la habitación de Fischer, en el hotel Loftleidir para dar la gran noticia.
A las tres menos cuarto de la tarde, la versión del inminente triunfo de Fischer había recorrido ya de punta a punta toda Islandia, el árbitro del torneo, el alemán Lothar Schmid, se dispuso a leer un breve texto. Fischer, que había llegado tarde a todas las partidas anteriores, llegó a disputar el improbable final de la veintiuno quince minutos antes de las tres de la tarde, enfundado en un traje rojo. Ante los dos mil quinientos espectadores, Schmid dijo: “Damas y caballeros, el señor Spassky ha abandonado por teléfono a las 12.50. Es una forma típica y legal de abandono. El señor Fischer ha ganado la partida número 21 y es el vencedor del campeonato mundial de ajedrez”. Luego estrechó la mano de Fischer que, alto, desgarbado, un poco torpón, movió la cabeza para agradecer la ovación que le llegó de las gradas. Después, partió con su equipo a la base militar de Keflavik, donde sería agasajado con una cena. En su hotel no quedó nadie de la triunfante delegación americana, así que el primer telegrama de felicitación que llegó para el nuevo campeón mundial de ajedrez, el primer americano nativo en conquistarlo, tuvo que esperar a ser leído por su orgulloso destinatario. Era de Richard Nixon.
Eso fue todo. O casi. El domingo 3 de septiembre, en el Laugardalshöll de la hazaña, se celebró la clausura del Mundial de Ajedrez. Fue un banquete para mil doscientas personas que pagaron veintidós dólares por cubierto. El colega y experto en ajedrez Carlos Ilardo, reseñó hace dos años en Infobae, no sólo los entretelones del match del siglo, sino los de aquel banquete: “A las 19 comenzó el acto, Spassky, junto a su esposa Larisa, se sentó a la izquierda del doctor Max Euwe, a la derecha del presidente de la federación internacional de ajedrez (FIDE), la silla destinada para Fischer permanecía vacía. En la misma mesa estaban el árbitro Schmid, el organizador islandés, Gudmundur Thorarinsson, y el ministro de economía, Halldor Sigurdsson. Acaso por precaución, el presidente de Islandia Kristjan Eldjarn y el alcalde, Geir Hallgrimsson, que habían padecido el desplante de Bobby el 1 de julio, el día de la inauguración del match, esta vez no participaron del banquete. Fischer hizo su aparición con una hora de atraso; lucía sonriente y vestía un traje de terciopelo lila -hecho a medida por Colin Porter, un sastre inglés que vivía en Islandia-. El doctor Euwe de inmediato se dirigió al escenario y a continuación del himno de la FIDE comenzó con su discurso. Fischer estaba molesto porque todas las miradas apuntaban hacia él. De pronto se levantó y ocupó la silla vacía de Euwe; ahora, sentado junto a Spassky sacó de uno de sus bolsillos un juego de ajedrez de viaje y armó la posición de la última partida suspendida y comenzó a explicarle las distintas variantes que había analizado y que todas conducían a su victoria (…) «
Fischer, recibido como un héroe en Estados Unidos, se retiró del ajedrez, si eso es posible, a los veintinueve años. Renunció al título en 1975 porque la Federación Internacional de Ajedrez no aceptó sus condiciones para defenderlo frente al retador soviético Anatoli Karpov, entonces de veinticuatro años. Poco a poco desapareció de la vida pública americana. Spassky fue castigado en la URSS por su derrota: le prohibieron viajar al extranjero por nueve meses y le rebajaron el cuarenta por ciento de su salario. Se separó de su segunda esposa y se unió a una ciudadana francesa con la que logró mudarse a París en 1976. Su casa de Moscú fue saqueada y de allí desaparecieron varios trofeos y objetos personales, entre ellos una cámara de fotos regalo de Fischer.
En 1981, desgreñado, flaco, barbado y vestido casi con andrajos, la policía de Pasadena, California, detuvo a Fischer porque lo creyó un asaltante de bancos. Veinte años después del match del siglo, en 1992, cuando ya el gran genio del ajedrez pasaba días encerrado mientras mantenía feroces partidas con las computadoras, aceptó jugar un match exhibición con su viejo rival en la República Federal de Yugoslavia, hoy Montenegro. Fischer tenía cuarenta y nueve años y Spassky cincuenta y cinco. El mundo era otro. La URSS había dejado de existir y los intereses internacionales estaban lejos de ser los de 1972. Spassky se había nacionalizado francés y Fischer recibía presiones parecidas a las que había recibido Spassky dos décadas antes.
El Departamento de Estado de Estados Unidos prohibía a Fischer jugar en la República Federal de Yugoslavia por las sanciones comerciales que le habían impuesto por su intervención en la guerra de Bosnia. Fischer escupió sobre el documento que le prohibía jugar, jugó, venció a Spassky y se ganó una orden de captura de Estados Unidos por un delito que le podía costar diez años de cárcel. El que fuera soldado de la Guerra Fría era ahora un desertor perseguido. Vivió como un prófugo en países del Este y de Oriente, lanzó diatribas antiamericanas y antisemitas, se dijo admirador de Adolfo Hitler y, en Filipinas, el 12 de septiembre de 2001, y ante los micrófonos de una radio, dijo estar satisfecho por los ataques terroristas a las Torres Gemelas del día anterior.
En julio de 2004, Fischer fue arrestado en el aeropuerto de Narita, Tokio por usar un pasaporte que había sido anulado por Estados Unidos. Estuvo preso ocho meses sin que las autoridades definieran su extradición. Boris Spassky escribió entonces una carta abierta al presidente George W. Bush en la que pedía la absolución de Fischer. El ruso no se privó de un toque irónico, cargado de comprensión: pidió a Bush que, si no le concedía la absolución a Fischer, le hiciera sitio a él en la celda para poder jugar juntos ajedrez. Fischer no fue extraditado. En 2005 Islandia le otorgó la ciudadanía y un nuevo pasaporte: un gesto humanitario que también era un reconocimiento a la popularidad que su genio había dado al país y a su capital en 1972. Fischer fue internado en 2007 por un cuadro grave de paranoia mental y debilitamiento físico. Vivía solo. Murió el 17 de enero de 2008 a los sesenta y cuatro años.
Spassky regresó a Rusia como ciudadano francés. El 1 de octubre de 2006, en San Francisco, Estados Unidos, tuvo un leve derrame cerebral durante una conferencia de prensa sobre ajedrez. El 23 de septiembre de 2010, a los setenta y tres años, sufrió un nuevo ACV más grave que el anterior y quedó con el lado izquierdo de su cuerpo paralizado. Regresó a Francia para iniciar un largo proceso de rehabilitación y volvió a la Rusia de Vladimir Putin en agosto de 2012.
En los años de su primer retorno, Spassky se había definió como nacionalista, cristiano ortodoxo y monárquico. “Soy un monárquico convencido. Seguí siendo monárquico durante los años soviéticos y nunca traté de ocultarlo. Creo que la grandeza de Rusia está relacionada con la actividad de los líderes nacionales representados por nuestros zares”. Es posible presumir que ese retrato debe haber sido del agrado de Putin. También talló dos definiciones relacionadas una con el ajedrez: “Nunca más quiero volver a ser campeón” y, la otra, sobre Bobby Fischer: “Cuando jugás contra Fischer, no es cuestión de si vas a ganar o perder. Es cuestión de si vas a sobrevivir”.
Tiene ochenta y siete años. Vive en Moscú y en su San Petersburgo natal.