La asistencia social carece de sentido, a no ser que mediante la misma se incentive a aquellos que son asistidos a valerse por sí mismos (Foto: EFE/Juan Ignacio Roncoroni)
La asistencia social carece de sentido, a no ser que mediante la misma se incentive a aquellos que son asistidos a valerse por sí mismos (Foto: EFE/Juan Ignacio Roncoroni)
(JUAN IGNACIO RONCORONI/)

Si bien es difícil contar con datos exactos, resulta claro que en la Argentina el Estado asiste a una gran parte de la población. En el largo plazo, dicha asistencia carece de sentido, a no ser que mediante la misma se incentive a aquellos que son asistidos a valerse por sí mismos. De lo contrario, se estaría condenando a los beneficiarios a la virtual indigencia, al perpetuarlos fuera de la sociedad productiva.

A lo largo de los años he publicado numerosas notas intentando generar el debate sobre esta simple idea. La lógica de ella no es nueva, podemos encontrarla hace más de 800 años en el pensamiento de Maimónides, quien colocaba en la más alta escala de la filantropía el dar a un pobre los medios para que pueda vivir de su trabajo sin degradarlo con la limosna abierta u oculta. La hallamos también en los escritos del Barón Maurice de Hirsch, una de las tantas figuras olvidadas de nuestra historia, quien en 1891 señalaba: “Me opongo firmemente al antiguo sistema de limosnas, que sólo hace que aumente la cantidad de mendigos y considero que el mayor problema de la filantropía es hacer personas capaces de trabajar de individuos que de otro modo serían indigentes, y de este modo crear miembros útiles para la sociedad”. Y, contemporáneamente, en el ideal de un ícono del liberalismo, como lo fue Ronald Reagan, quien afirmaba que “el propósito de cualquier política social debería ser la eliminación, tanto como sea posible, de la necesidad de tal política”.

¿Qué mejor modo de tratar a los necesitados que respetar su dignidad, ayudándolos a reinsertarse en la sociedad productiva? ¿Cómo lograrlo? Juan Pablo II nos provee la respuesta. En un discurso pronunciado en Santiago de Chile en 1987, ante los delegados de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe, expresó: “El trabajo estable y justamente remunerado posee, más que ningún otro subsidio, la posibilidad intrínseca de revertir aquel proceso circular que habéis llamado repetición de la pobreza y de la marginalidad. Esta posibilidad se realiza, sin embargo, sólo si el trabajador alcanza cierto grado mínimo de educación, cultura y capacitación laboral, y tiene la oportunidad de dársela también a sus hijos”. El mensaje es contundente: educación es la respuesta.

Eric Maskin, Premio Nobel de Economía 2007, nos sugiere cómo llevarlo a la práctica. En sus propias palabras: “Los programas sociales pueden proteger de los efectos de la pobreza extrema, pero este efecto es de corto plazo, no va a reducir el problema a largo plazo […]. La población debe tener los medios para ganarse su propio sustento y los programas sociales pueden ayudarles a llegar a ese punto dándoles asistencia, educación y capacitación laboral”.

Exigir que todo beneficiario de un plan concurra a una escuela de adultos técnica, con el fin de completar su educación formal, o que tome cursos de entrenamiento profesional en un amplio menú de actividades productivas, como requisito para hacerse acreedor al subsidio, facilitaría su reinserción en la sociedad, al incrementar su capital humano.

Esta estrategia tiene sus antecedentes en una de las piezas más significativas de la legislación norteamericana, la llamada Declaración de Derechos de los Veteranos de Guerra, GI Bill of Rights, sancionada por el presidente Franklin D. Roosevelt en junio de 1944. La misma, como explicitó Roosevelt al firmar la Ley, “otorga a hombres y mujeres la oportunidad de reanudar sus estudios o capacitación técnica luego de su licenciamiento, o de tomar un curso de actualización o de reentrenamiento, sin cargo de matrícula hasta US$ 500 por año escolar, y con el derecho a recibir una asignación mensual mientras desarrolle dichos estudios”.

Gracias al GI Bill of Rights, millones de personas que hubiesen intentado ingresar al mercado de trabajo luego de la guerra, sin capital humano para ello, optaron por reeducarse. En el mediano plazo, el programa, lejos de representar un costo para el gobierno americano, le produjo importantes beneficios. Por cada dólar invertido en la educación de los veteranos, recaudó varios dólares en concepto de impuestos, dado que percibían ingresos claramente superiores a los que hubiesen obtenido de no haber llevado a cabo los estudios y, por ende, pagaban muchos más impuestos.

Hemos perdido décadas, millones de argentinos beneficiarios de planes sociales no cuentan hoy con capital humano. Exigir a todo beneficiario que retome su educación, como requisito para hacerse acreedor al subsidio, podría cambiar su calidad de vida de una manera impensable.

Como señala el Padre Pedro Opeka, un argentino propuesto varias veces al Premio Nobel de la Paz, por su incansable trabajo con los pobres en Madagascar, uno de los países más subsumidos en la pobreza: El asistencialismo nunca ayudó a poner de pie a un pueblo, más bien lo puso de rodillas y los subyugó a la clase política que se aprovechó de ellos.”

Nadie, en condiciones de trabajar, debería mantener el subsidio de no concurrir a una escuela de adultos técnica o tomar cursos de entrenamiento profesional de un amplio menú de actividades productivas.

De llevarse a cabo esta propuesta, la misma ofrecería una esperanza, en palabras de Milton Friedman, “de defendernos de la perspectiva de una sociedad dividida entre los ricos y pobres, de una sociedad de clases en la que una élite educada mantiene a una clase permanente de desempleados”. Para quien esto escribe, un escenario fiscalmente insostenible y éticamente reprochable.